Pasé
varias veces por delante del portón de entrada de aquel garaje, debía ser
grande porque no pasaban demasiados minutos sin que entrase algún coche. La
entrada era por una calle y la salida por otra, así que di varias vueltas a la
manzana para encontrar el momento adecuado. En cuanto oscureció me quedé
mirando un escaparate de una librería que había al lado, y cuando vi un coche
que se disponía a entrar me puse alerta. El portón se abrió automáticamente con
el mando accionado por el conductor, y el vehículo entró. Antes de que la
puerta se cerrase yo ya estaba dentro.
Tenía
tres plantas, con unos sesenta coches en cada una, comunicadas con un ascensor
y unas escaleras. Aunque a ratos tenía que esconderme porque entraba o salía
alguien fui buscando un sitio adecuado para esconderme. Había un baño por
planta, pero supuse que los utilizarían así que no era buena idea. También
encontré un espacio vacío en la planta -3 en el que había cuatro bicicletas
encadenadas y que no parecía tener mucho uso. Lo malo era que la luz de aquel
habitáculo se encendía junto con la de las escaleras, y los ladrillos que la
rodeaban estaban puestos a modo de celosía, así que cualquiera podía verme a
poco que se asomara.
Me
decidí por un hueco tras un coche con una funda, supuse que su dueño no lo
utilizaba demasiado al tenerlo tapado, a un lado del vehículo tenían un pequeño
remolque tras el que me metí. Saqué el saco de la mochila, me senté con la
espalda pegada a la pared e intenté dormir.
Una de las tantas escenas bien ilustradas de la novela Andrajos. Uno es capas de vivirlas hasta el punto de llegar a sentir los mismo olores, sabores y el tacto de las cosas.
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