Recuerdo cuando empecé a
recibir la formación. Lloré durante días, aquellas aulas monocromáticas no eran
un lugar adecuado para los juegos a los que estaba acostumbrada, allí no tenía
a adolescentes y adultos que me contemplaran constantemente, y no conseguía
adaptarme a las rígidas normas y a la rutina establecida por el sistema.
Mi padre consiguió
sacarme del aula en alguna ocasión, y me llevaba a pasear por los jardines,
donde me enseñaba las nubes y me hacía descubrir nuevas formas en ellas.
Aquello sí me gustaba, dejar volar la imaginación y aparecer en un mundo de
enormes animales esponjosos que flotaban en el aire. En aquellos paseos me
explicaba lo importante que era mi formación, de lo que hiciera allí dependería
el resto de mi vida. Si lo hacía bien podría vivir en un palacio, y si lo hacía
mal me dedicaría a realizar las labores que nadie quería hacer. Creo que en
aquel momento él no era consciente de toda la razón que tenía.
Mis inicios en la lectura
y en la escritura fueron nefastos, no era capaz de mantener la atención más de
dos minutos seguidos, en mi cabeza aquellas letras adquirían volúmenes y
formas, al igual que las nubes, y los números se armaban con ojos, brazos y
boca, y comenzaban batallas entre ellos que acababan con la derrota de los más
débiles. Aquella ensoñación sólo me sirvió para tener que pasar más horas en
las aulas recuperando las materias que no aprendía a la vez que el resto.
Lo único que me gustaba de aquellas clases era cuando nos daban una masa
moldeable, que manejaba hábilmente entre mis dedos, y de la que salían Kurs, aves
y otros animales que tan solo conocía por fotografías. Las reproducciones eran
tan exactas que la formadora se las llevaba a los vigilantes para que hicieran
un informe sobre ellas. Por fin habían descubierto cual era mi habilidad, las
manos. Las manos de Vera
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